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Algunas puntualizaciones sobre el problema de la violencia en la intervención psicoanalítica (página 2)




Enviado por Rodrigo Barraza



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LA AGRESIVIDAD EN PSICOANÁLISIS: LACAN
EN SU RETORNO A FREUD

Masotta (1992) señala que en la teoría
lacaniana la noción de agresividad se vincula
íntimamente con el problema del narcisismo. Para Lacan
(1948) la agresividad se manifiesta en un plano de experiencia
subjetiva delimitándola al campo del sentido por cuanto
sólo en una interacción entre dos sujetos
–mediante la consecuente relación dialéctica
de lenguaje
establecida entre ellos– uno manifiesta su particular
intención a otro pudiendo ser efectivamente comprendido.
De esta forma se instala la posibilidad de la agresividad como
una intención subjetiva de darse a entender experimentada
entre dos sujetos. La efectividad de dicho entendimiento connota
la eficacia de la
agresión.

El plano del sentido y del lenguaje refiere a la
dimensión del inconsciente en tanto se encuentra
estructurado como un lenguaje. Por ende el conjunto de
comportamientos de un sujeto también se encuentra
estructurado como un lenguaje, constituyendo en tanto articulado
un discurso
particular. Dicho comportamiento
da cuenta de que "todos los actos del sujeto tendrían
esa especie de equivalencia con el lenguaje
que hay en lo que se llama un gesto, en la medida en que un gesto
no es simplemente un movimiento
bien definido sino ciertamente un significante"
(Lacan,
1955-1956, p. 485). Por lo tanto un gesto, un lapsus o un chiste,
en la medida que contemplados –señalado o
interpretado– en un plano simbólico, pueden dar
cuenta de una intención agresiva ya sea conciente o
inconsciente.

¿De dónde surge la agresividad? En 1920
Freud
reformula su teoría pulsional proponiendo un nuevo
dualismo: pulsiones de vida y pulsiones de muerte. Esto
supone que existiría un conflicto
pulsional inherente al individuo en
donde se opondrían dos tendencias o urgencias –las
mociones pulsionales– de carácter conservador, es decir, que buscan
repetir constantemente las mismas vías por las cuales
fueron satisfechas alguna vez. La pulsión erótica
busca ligar energía prolongando la vida del individuo,
mientras que la pulsión tanática busca regresar al
origen primordial en done no existiría tensión de
energía acumulada (Freud, 1920). En este sentido la
relación que establece el individuo con sus objetos se
encuentra mediatizada por una ‘mezcla’ pulsional
comportando componentes de vida y de muerte. Por tanto la
agresividad supone un modo de expresión de la
pulsión de muerte, pero al mismo tiempo
comporta un componente sexual en la medida que supone vencer la
resistencia
propuesta por el objeto sexual a doblegar.

Lacan por su parte pone el acento etiológico de
la agresividad en las imagos propias del cuerpo fragmentado, es
decir, en el problema del narcisismo y el estadio del espejo. La
imago es un ‘prototipo’ o representación
inconsciente que orienta las actividades de un sujeto en el campo
intersubjetivo. Se objetivan en el plano imaginario, por ejemplo
la imagen que
tiene un niño de su padre como débil; y no suponen
un reflejo de la realidad, tal padre puede ser fuerte en la
realidad. En este contexto las imagos del cuerpo
fragmentado
(imágenes
de castración, destripamiento, dislocación
corporal) representan las tendencias agresivas del individuo;
comportan la función
imaginaria que permite la formación de una
identificación con el propio cuerpo en tanto
gestalt. Por tanto la emergencia de la agresividad
testimonia un trasfondo de fragmentación corporal (Lacan,
1948) que viene a denunciar la mascarada imaginaria del propio
narcisismo. En el estadio del espejo (Lacan, 1949) ocurre una
transformación del sujeto por medio de la
identificación con su propia imagen. Esta asunción
se recibe con júbilo por cuanto se opone a la impotencia
motriz del niño, acompañada de las turbulentas
sensopercepciones que dan cuenta de un cuerpo fragmentado. Tal
movimiento supone un adelantamiento de la matriz
simbólica que determinará la condición de
sujeto del inconciente del individuo, es decir del sujeto en
cuanto tal (yo[je]), por medio de una operación
puramente imaginaria al modo de un yo-ideal (yo[moi]).
"La función del estadio del espejo se nos revela como
un caso particular de la función de la imago, que es
establecer una relación del organismo con su realidad"

(Lacan, 1949, p. 89).

Freud (1914) postula su hipótesis del narcisismo primario como un
momento particular en el cual la libido de la que dispone el
individuo lo inviste a sí mismo siendo tomado como objeto
sexual. La posibilidad de tomarse a sí mismo como objeto
de investidura da cuenta de la relación entre la libido
narcisista y la función enajenadora del yo[je] al
tiempo que, si se considera la pulsión de muerte, explica
la agresividad desprendida de dicha función en toda
relación con el otro (Lacan, 1949). Es decir, la enajenación del sujeto supone que cualquier
relación establecida con el objeto sexual, sea de la
índole que sea, supone una cuota de agresividad en la
medida que soporta la identificación imaginaria a una
imagen idealizada que busca recubrir la propia
fragmentación real del cuerpo.

Por tanto se puede postular que para Lacan, sustentado
en Freud, la agresividad es resultado del anudamiento entre lo
imaginario y lo real sin mediación de lo simbólico.
Siguiendo el esquema propuesto por Lacan en su seminario sobre
la relación con el objeto (1956-1957) en el plano
imaginario opera la relación a-a’ desde el
yo[moi] al otro, mientras que en el plano simbólico
(del sentido y del lenguaje) opera la relación
inconsciente entre el sujeto y el Otro (con mayúscula) que
es obstaculizada por lo imaginario. La completitud imaginaria
propia de la identificación especular sostiene una
lógica
de exclusión desde la gestalt corporal en donde
existes tú o existo yo, nunca ambos. Esta aparición
del otro en lo imaginario engendra la agresividad más
radical en la medida que supone la libidinización total de
la propia imagen: sino queda libido de objeto para erotizar a
otro, este será destruido. En este sentido la
relación especular comporta en sí misma una cuota
de agresividad, siendo pacificada por la intervención y
mediación de lo simbólico. Como lo dijera Masotta
(1992) la teoría lacaniana rechaza todo intento
explicativo de abordar la agresividad como emergente ante la
frustración de una necesidad, como se postula en la
etología o psicología animal. En
Lacan existe agresividad por una necesidad de expulsar los
datos
propioceptivos del cuerpo fragmentado de la alienación
yoica.

LA
ILUSIÓN DE NEUTRALIDAD: PSICOANÁLISIS Y
PSICOANALISMO

Para Freud es regla fundamental del método
psicoanalítico la asociación libre del paciente, la
cual debe ir aparejada de una posición de neutralidad por
parte del analista. Lacan postula esta neutralidad como la
asunción para el otro de un lugar ideal de impasibilidad
(1948). En gran medida esto supone lidiar con los avatares
técnicos de la trasferencia hostil, principalmente la
reacción terapéutica negativa. Como hemos visto
esta tiene su fundamento en una resistencia surgida del amor
narcisista del sujeto quien resiste a investir libidinalmente al
analista para que lo acompañe en su malestar. Pero
además la neutralidad busca eludir la agresividad
inherente propia de cualquier relación especular por
benévola que esta parezca, como, por ejemplo, dar consejos
o alentar al paciente (¡qué más agresivo que
esto!). Cualquier excusa le sirve, desde la trasferencia
imaginaria, para actualizar las imagos agresivas presentes
permanentemente en el plano inconciente de la
determinación simbólica (Lacan, 1948). Sin embargo
Freud señala lo necesario que resulta para el análisis y su movilidad la emergencia de
estos componentes hostiles de la trasferencia (Freud, 1912).
Efectivamente lo que se evita es entregar los elementos
imaginarios para que las resistencias
al servicio de la
trasferencia hostil se organicen en relaciones complejas de
oposición, denegación y mentira propias del yo. Por
lo tanto "esta imago no se revela sino en la medida en que
nuestra actitud ofrece
al sujeto el espejo puro de una superficie sin accidentes"
(Lacan, 1948, p.102).

El analista debe facilitar y sostener por medio de su
silencio y neutralidad, hablando en el momento adecuado, un lugar
de sujeto supuesto saber. Esto significa que el paciente le
atribuye –lo inviste– una posición que detenta
un saber sobre su sufrimiento, es decir de lo inconsciente y su
deseo. Podemos decir que el paciente le delega un saber-poder al
analista quien puede o no hacer uso de este; la neutralidad
supone, además de un requisito técnico, la no
apropiación de este poder. ¿Cuál es el
momento adecuado para hablar? Cuando queda en evidencia desde la
relación entre el yo[moi] y el otro, la
relación de lenguaje entre el sujeto y el Otro: la
relación simbólica. "El Otro habla al analista,
en el discurso que el otro sostiene ante él"
(Albano,
Gardner, Levit, 2006, p. 18). El Otro de Lacan designa un lugar
lógico en el plano simbólico que determina al
sujeto como exterioridad, y como interioridad cuando refiere a su
deseo. Es por tanto la condición de posibilidad del
inconsciente en tanto tesoro de los significantes del lenguaje
(Massota, 1992).

Sin embargo se deben distinguir, como lo señala
Castel (1980), los planos intraanalítico y
extraanalítico. El primero corresponde a las condiciones
internas de producción teórica y técnica
en tanto abordaje particular de cierto objeto de estudio: el
inconsciente. El segundo corresponde al contexto
socio-político en el cual se enmarca dicha
producción, contexto del cual no es posible abstraerse.
Esto supone la circunscripción a ciertos límites
del operar psicoanalítico, que según el autor son
bastante estrechos. Efectivamente Castel no reprocha al psicoanálisis su complicidad con las
estructuras
político-sociales de poder, más bien su
pretensión de haberse librado de ellas llegando a postular
cierta desenvoltura, autonomía e inclusive
subversión respecto las mismas. En este contexto la
difusión, reinterpretación e
institucionalización del psicoanálisis en lo
extraanalítico debiera implicar una
reinterpretación del aparato intraanalítico en la
medida que se consideren seriamente las relaciones sociales de
poder en la que se encuentra inmerso. De no mediar tal el
psicoanálisis deviene un centro de producción
ideológica, siendo el ‘psicoanalismo’ un
efecto específico de tal práctica. "El
psicoanalismo es el efecto-psicoanálisis inmediato
producido por tal abstracción
[el
psicoanálisis]. Es la implicación
sociopolítica directa del desconocimiento de lo
político-social, desconocimiento que no es un simple
´olvido´ sino, como lo mostraremos abundantemente, un
proceso activo
de invalidación"
(Castel, 1980, p. 8).

En este contexto Castel releva el problema de la
neutralidad que es, a nuestro juicio, antecedente y
condición de la interpretación como modo de
intervención. Para el autor la neutralidad representa la
neutralización de los datos objetivos que
dan cuenta del problema socio-político de poder. Por tanto
"el dispositivo analítico implica como su
condición de posibilidad y reitera en cada una de sus
fases aquello mismo que excluye para existir. A esta subyacencia
no analizada de la problemática psicoanalítica del
inconsciente la llamo el inconsciente social del
psicoanálisis"
(Castel, 1980, p. 57). Sin embargo no
se trata de borrar el inconsciente tradicional en desmedro del
inconsciente social descrito por Castel, sino más bien se
trata de considerar que tanto lo imaginario como lo
simbólico son estructurados por otro real diferente de
aquel del deseo y la angustia; lo real que estructura las
contradicciones y conflictos
propios de la vida social.

Por ende la neutralidad es tal en la medida que se la
considere en determinados campos de acción
constituyendo, como bien señala Lacan, un lugar ideal
dentro de la relación de lenguaje establecida entre pares.
El punto es que dicho ejercicio excluye al mismo tiempo el
inconsciente social del psicoanálisis en la medida que no
se analiza, por ejemplo, la delegación-apropiación
de poder-saber realizada entre analista y analizante más
allá de las condiciones propias del deseo y la angustia,
es decir, sin considerar lo socio-político de tales
condiciones de producción discursiva.

DE LA NEUTRALIDAD A LA VIOLENCIA:
DIMENSIÓN DE LO SIN-PALABRAS

El entrecruzamiento entre las dimensiones socio-política y
psíquico-familiar, desde las consideraciones sobre el
problema de las relaciones de poder propuestas por Foladori y
Castel, nos permite abrir la discusión sobre la
noción de violencia, en relación con la
agresividad, desde el psicoanálisis. Primero resta
dilucidar qué entiende el corpus teórico
psicoanalítico por violencia.

Freud no desarrolla la noción de violencia de
manera explícita en su obra sino que más bien el
problema de la agresividad en términos pulsionales. Sin
embargo la lectura de
Lacan permite abordar dicha noción con mayor
precisión. Por una parte la violencia es lo esencial de la
agresión en la medida que opera en el plano propiamente
humano: "No es la palabra, incluso es exactamente lo
contrario. Lo que puede producirse en una relación
interhumana es o la violencia o la palabra"
(Lacan,
1957-1958, p. 468). Esta noción de oposición supone
que la violencia se exime del plano simbólico no siendo
significante: constituye un acto. Por otra parte, como ya hemos
visto, la agresividad puede ser simbolizada por medio del
asesinato del semejante latente en la relación imaginaria
(Lacan, 1957-1958), es decir, o tú o yo.

Por ende se exime la violencia del ideal del dispositivo
analítico en la medida que la cura opera por medio de la
palabra, el lenguaje y el discurso, no por medio del acto. Lo que
sí opera es la agresividad y para eso se cuenta con la
neutralidad y la asociación libre.

Retomando el problema de la violencia desde las primeras
distinciones realizadas ¿comporta la neutralidad per
se
un modo de jerarquía que excede el plano de lo
semejante? La noción de Otro lacaniano nos permite pensar
que sí. En la medida que el supuesto de lo inconsciente en
su dimensión simbólica de lenguaje opera desde un
lugar lógico que determina al sujeto, siendo el analista
quien tiene acceso a la relación simbólica
establecida con este lugar, la relación entre pares
constituye una ilusión imaginaria por cuanto la
operación de intervención emerge siempre desde el
lugar del analista. Más aún, en la medida que el
analista se hace el muerto en su silencio neutral ante la
presencia del Otro, y al mismo tiempo que se dirige al Otro en su
interpretación, se ratifica la condición de sujeto
del analizante en la medida que lo que ocurre no le atañe
sino que corresponde a Otro lugar desde el cual es determinado y
al que sólo tiene acceso el analista. Cuando el analista
calla evita la agresividad, cuando interpreta no evita la
violencia que emana desde lo no-analizado: actúa lo
no-dicho. Ejemplo extremo de esta lógica es la
interpretación que moviliza un paso-al-acto por parte del
paciente. El psicoanálisis dice que esto no ocurre
necesariamente por estar ‘equivocada’ la
interpretación sino por que se hizo con un ‘timing
equivocado’; quizás se podría pensar que en
algunos casos lo equivocado se entiende desde la
mantención de ciertas relaciones de poder.

Lo interesante, como propone Castel, es que el
dispositivo clínico opera sobre la ilusión de
neutralidad obturando, desde la consideración de un deseo
inconsciente, la posibilidad de que tal lugar de sujeción
(y probable angustia concomitante) sea barrado y re-apropiado por
el individuo: el clásico problema freudiano de la
sugestión. El punto es que tal lógica permite
conceptuar a la operación analítica más
allá de ciertos márgenes justificados
(socio-políticamente) de acción como la emergencia
de un OTRO que opera de forma totalizante aunque con mayor
sutileza: opera en la medida que convence al otro a comprometerse
constante y activamente en el ejercicio de
delegación-apropiación de poder, en tanto saber,
por displacentero que este pueda resultarle. En este sentido toda
práctica psicoanalítica que no reflexione y
re-piense sus postulados y modos de intervención desde el
contexto socio-político en el cual se enmarca, amparado en
la ilusión de neutralidad, supone a nuestro juicio un
ejercicio de violencia el cual puede ser explicitado de la forma
más sutil en sus modos de intervención. Este hecho
resulta más claro en ejercicios que exceden lo
clínico, como por ejemplo prácticas institucionales
pensadas desde el modelo
psicoanalítico, tales como la constitución del psicoanálisis como
discurso universitario, su institucionalización y
sanción de futuros analistas, o su incumbencia en políticas
públicas de salud.

Sin embargo se debe aclarar que lo recién
expuesto no supone rápida homologación a toda
práctica psicoanalítica, sino que más bien
pretende conceptuar lo violento que, tanto desde lo
socio-político como lo psicoanalítico, puede
resultar una práctica que subvierta y supere ilusoriamente
las relaciones de poder en las que se encuentra inmersa. Esto
supone especial cuidado por cuanto el psicoanálisis
constituye un saber discursivo bastante particular en la medida
que se inmiscuye en el intersticio de los distintos saberes que
constituyen el campo de la espisteme moderna (Foucault, 2003),
por lo que su eficacia puede resultar más sutil y
efectiva; más violenta.

VIOLENCIA Y PSICOSIS: A MODO
DE CONCLUSIÓN

Finalmente, aunque las formulaciones de Piera Aulagnier
se enmarcan en una reformulación del modelo
metapsicológico freudiano en vista de su imposibilidad de
abordar clínica y terapéuticamente el problema de
la psicosis, nos parece pertinente traer algunas de estas
formulaciones a colación en particular lo que refiere al
problema de la violencia. Esto adquiere mayor relevancia sobre
todo si pensamos el lugar particular de denuncia que representa
el psicótico para lo social, lo político y lo
psicoanalítico, en tanto sujeto anormal.

La autora distingue dos formas de violencia como
momentos pesquisables en la constitución subjetiva del
individuo. Por violencia primaria entiende "lo que en el campo
psíquico se impone desde el exterior a expensas de una
primera violación de un espacio y de una actividad que
obedece a leyes
heterogéneas al Yo"
(Castoriadis-Aulagnier, 2004, p.
34). Dicha violación resulta una acción necesaria
para la constitución subjetiva, en consideración de
la futura funcionalidad del Yo. Violencia por cuanto el deseo
materno, en tanto ella opta por el niño en el campo del
lenguaje hablando de él y a él, se impone a su
psique; respondiendo al mismo tiempo a una necesidad que le es
impuesta desde el infante. Se entrelazan por tanto deseo y
necesidad, dando lugar a la demanda que
por definición nunca podrá ser satisfecha (Lacan,
1956-1957). Por otra parte la violencia secundaria "que se
abre camino apoyándose en su predecesora,
(…)
representa un exceso por lo general perjudicial y nunca
necesario para el funcionamiento del Yo"

(Castoriadis-Aulagnier, 2004, p. 34). Esta violencia se ejerce en
contra del Yo ya sea por medio de un conflicto con otro Yo, ya
sea por medio de un discurso social que se opone a los cambios
que pudieran producirse en lo modelos por
él previamente instituidos. Aulagnier nos aclara que es en
esta área conflictiva donde se plantea el problema del
poder y la justificación complementaria que siempre
solicita al saber, así como de las eventuales
consecuencias en el plano de la identificación. La
violencia secundaria es amplia, influyente y desconocida para sus
víctimas en tanto se apropia de los calificativos de
necesaria y natural al modo del reconocimiento a
posteriori
tal hecho respecto la violencia
primaria.

Esta distinción permite re-pensar el problema de
la violencia en términos de la constitución
subjetiva y la funcionalidad del Yo, en un plano eminentemente
psicoanalítico: para que el niño desee y demande
debe ser violentado por el deseo materno en términos
simbólicos y por medio del acto en términos reales.
Sin embargo entrelaza, por otra parte, la violencia
psíquica y socio-política en su noción de
violencia secundaria dirigida particularmente a la estabilidad
del Yo: un problema de la realidad. Ahora, en la medida que
sustentada en la violencia primaria, la violencia secundaria
puede ocultar su ejercicio bajo el rótulo de necesaria en
vista del efecto retardado de significación que se ha
hecho de la violencia primaria como necesaria. Esto permite
justificar un diverso estado de
cosas y de actos que en estricto rigor poco tienen de
justificables, como por ejemplo dar terapia electro-convulsiva a
pacientes psicóticos exentos de angustia, tendencias
suicidas o heteroagresividad.

El diagnóstico de un sujeto como
psicótico no sólo supone su inmersión en un
nuevo marco de relaciones sociales y de poder al cual, sin tal
rótulo, no podría haber accedido
(internación, neurolépticos, pensión
asistencial, etc.), sino que además dicho marco relacional
oculta una práctica totalizante de ejercicio de poder en
donde el supuesto tratamiento connota esencialmente una carga de
sometimiento y violación del espacio subjetivo: una
violencia que se ampara en la restitución de la salud
psíquica. En este marco resulta, a nuestro juicio, en
extremo peligroso cuando es al discurso psicoanalítico a
quien recurre el poder como fuente complementaria de saber,
particularmente si la intervención psicoanalítica
busca justificarse desde su propio corpus teórico sin
consideración del lugar OTRO del cual es investido por los
agentes o representantes de la salud que lo convocan a intervenir
y pacificar tal anormalidad.

Cabe destacar la lucidez de Freud al dar cuenta, con el
debido cuidado y evitando generalizaciones, de los alcances y
posibles marcos de acción de su método. En tal
contexto nos advierte sobre nosotros mismos aclarando que "el
ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de
defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su
dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En
consecuencia, el prójimo no es solamente un posible
auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para
satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de
trabajo sin
resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo
de su patrimonio,
humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo"

(Freud, 1930[1929], p. 108).

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    . Buenos Aires:
    Paidós.

 

Rodrigo Barraza Nuñez

Licenciado en Psicología. Universidad de
Chile
Programa de
Magister en Psicología Clínica, mención
Clínica Adultos. Universidad de Chile
Santiago de Chile
Enero del 2008

Partes: 1, 2
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